Descubrí que durante unos cuatro años viví cerca de la casa del poeta Mario Benedetti en Madrid cuando ya había dejado aquel barrio. «Cerca» era realmente cerca. Google Maps dice que sólo hay cuatro minutos a pie entre ambos pisos.
Ahora, esa plaza junto al antiguo piso de aquel exiliado bajito y asmático tendrá el nombre del escritor uruguayo. Creo que habré pasado incontables veces por la que ahora se conocerá como Plaza Mario Benedetti.
Recuerdo que en ella crece cada tarde el rumor de los niños jugando, al fútbol y en los columpios, y que un día me pasé unas cuantas horas en un banco escribiendo sobre mi hundimiento.
También recuerdo que, en otra ocasión, recién llegado a la Universidad, oí recitar a Benedetti sus poemas en un atestado colegio mayor del campus. Me firmó un libro. «Gracias», le dije. «De nada», me dijo él, que tenía pocas ganas de hablar. «No, pero quiero decir: gracias por todo», insistí. Él sonrió vagamente. Estaba realmente cansado.
Algunos años más tarde, sin saber que Benedetti vivía a sólo cuatro minutos, recurrí a uno de sus poemas para escupir todo lo que llevaba dentro y que no era capaz de exteriorizar. Afortunadamente, ya le había dado las gracias de antemano.
El último recuerdo es del 17 de mayo de 2009. Benedetti murió y la noticia me dejó tan frío que me asusté. No sentí nada. Absolutamente nada. Y la falta total de sensibilidad hacia el tema me hizo reflexionar sobre si, en realidad, había desarrollado una extraña facultad para ser un replicante varado en la ciudad. Todavía hoy me lo sigo preguntando.
El periódico dice que aún se puede ver el nombre de Benedetti en el buzón de su antigua casa. En mi antiguo piso hace ya más de un año que mi nombre ha desaparecido.